En un país muy lejano donde sabía bailar hasta el invierno, vivía el Dinosaurio
Pablo oculto en un establo, rodeado de caballos y burritos, se escondía día
tras día un poco asustado. Una mañana lluviosa salió de la granja, furtivo
entre la bruma caminó despacio, pisaba la tierra con sus enormes patas y el
sueño envolvió sus ojos ya risueños de animalito de cuento; con un gran bostezo
se elevó de un plumazo hasta llegar a una nube que habitaba el cielo descalzo.
Desde su nueva casita observó a los niños que caminaban deprisa hacia
el colegio, todos con sus babis y carteras,
para hacer los deberes de manera certera, los pequeños iban de la mano
de sus papás y mamás, a veces abrazados a la abuelita o a una dulce primita,
todos acompañaban a los niños y les daban besos largos en las mejillas.
Besos de colores, tiernos y pegajosos, dulces, amados y acaramelados, tantos
besos que los niños tenían los mofletes colorados y pesados, como si todos los
besitos ya hubiesen merendado.
El Dinosaurio Pablo sonreía y pensaba, ¿dónde irán todos los besos?
¿se guardarán en los mofletes o rebotarán en los cachetes? ¿Se esconderán en
las carteras o volarán libres por las aceras? Pablo se quedó dormido de tanto
pensar y al despertar vio volar besos de colores como un vendaval, eran rosas y
morados, estaban muy agitados, coloridos y divertidos llegaron hasta su ombligo
y entre risas y cosquillas abrazó todos los besos y los guardó en su sonrisa
porque ya no tenía prisa. Los niños salieron del colegio y volvieron a
encontrarse con padres y abuelos que otra vez repartieron muchos, muchos besos.
Llegó la noche bailarina y la luna rodeó de luz las casas y los
coches, el viento travieso robó algunos
besos que se quedaron volando entre flores y secretos, pero el Dinosaurio
bostezó y de nuevo el aire le llevó muchos besitos hasta su verde cuellito.
Pablo era feliz en su nube de cariño con besos y colores, pajaritos y ruidosos avioncitos,
pero una mañana calurosa como el mordisco de una osa, el dinosaurio bostezó tan
fuerte que se tragó todos los besos, guardados en su barriga se divirtieron chocando
y besuqueando la tripita, entonces, el Dinosaurio Pablo bajó de un salto y
regresó al establo, allí le recibieron contentos el Caballo Rayo y el Burrito
Chico. Dino les contó la historia y rieron tanto que los besos se escaparon, ¡volaron,
volaron y en los mofletes de los pequeños aterrizaron! Los niños y las niñas
jugaban divertidos en el patio del colegio: se escondían, subían y bajaban de
un tobogán y cantaban la canción de un grillo conocido que resultó muy pillo.
Besos escondidos, violetas, elevados y arropados, pequeñitos y gigantes, todos
los besos encontraron mofletes para quedarse un buen rato. Y los niños
pensaron, ¿de dónde vendrán los besos? Pero sin pensarlo, todos se los quedaron,
¡mío, es mío! Exclamaban: ¡no, este es de mi abuela, y este besito chiquito me
lo dio tu hermanito! Entre canciones, versos y esponjosos besos, las niñas y
los niños repartieron sus mimos, besos que se quedaron para hacer feliz al Dinosaurio
Pablo, besos que siempre regresan para dormir junto a ellos cuando están
cansados.
Cuentan las hadas y los duendes que fue en ese instante cuando todos
los pequeñajos del Planeta cerraron los ojos para dormir la siesta, y viajaron
en sueños entre nubes y caramelos, y llevaron besos que revolotearon junto al Dinosaurio
Pablo, que por cierto, jamás volvió a estar asustado.
Sonia Aldama Muñoz. Junio de 2013.
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